Javier Porras Belarra
Profesor de Derecho de la UE e Investigador del IDEE de la Universidad CEU San Pablo. Secretario del Máster en UE.
“Al fin hemos terminado con el bipartidismo en Europa”. Varios medios proclaman como ayer fue el comienzo del fin de esas ideologías que condujeron a los Estados europeos de un escenario incierto de postguerra a la reconciliación pacífica e imposible en más de mil quinientos años de historia. Pero, ¿realmente se ha dado la tan ansiada -y para algunos necesaria- estocada a la socialdemocracia y a la democracia-cristiana?
Hagamos un esfuerzo de análisis tanto en las cifras como en las alternativas. La para algunos “caduca” centro derecha y centro izquierda europea reúne un 53% de los votos (un 28,23% y un 24,9% respectivamente). Manteniendo al margen a otros movimientos favorables a la unidad, como liberales, conservadores y verdes, los euroescépticos y los eurófobos declarados suman el 18,78% de los votos, un 23,97% si tenemos en cuenta a los no inscritos, que salvo excepciones, se unen a estos grupos.
La primera conclusión es evidente: Se podrá ser más o menos críticos con la UE, sus instituciones y sus políticas, pero los ciudadanos a favor del proyecto unitario seguimos sumando más que sus detractores, concretamente las tres cuartas partes de la Eurocámara.
Evidentemente, en un sistema democrático y garantista de libertades fundamentales, entre ellas la libertad de expresión, es relativamente sencillo que movimientos populistas y peligrosos (no nos andemos con tapujos) se cuelen en la partida. Desde aquellos que sueñan con un segundo imperio napoleónico (“Frente Nacional” en Francia) a los trasnochados por un IV Reich (NPD en Alemania, Amanecer Dorado en Grecia…), los que suspiran por una alineación con los herederos de la U.R.S.S. (“Podemos” en España o Syriza de nuevo en Grecia), los adalides del terrorismo (EH-Bildu en España) o los que desean el mercantilismo medieval más absoluto (el UKIP en el Reino Unido o los partidos antieuropeos de Dinamarca).
No trato de hacer una defensa férrea de las corrientes que abogan por la unidad. Se trata de ser crítico. Si hay un auge del euroescepticismo que disuade al 56,09% de la población a comprometerse con el proyecto, y da alas al 11% que desea su destrucción, algo de culpa tendrán los herederos ideológicos de Monnet, Schuman, Adenauer, de Gasperi… Quizá no estén a la altura política ni moral de los padres de Europa.
Pero no quiere decir que la alternativa deba de ser la indiferencia, porque ésta es la que da paso al odio, a la segregación y a la violencia. Y no porque lo diga un humilde servidor, sino porque la musa de la historia nos lo recuerda hasta la saciedad. La corruptela en los partidos que han abanderado la unidad y el progreso durante las dos o tres últimas décadas ha traído sus consecuencias. Empezamos a recolectar los frutos sembrados hace treinta años, al igual que a principios de los 90 recogimos los sembrados ese 9 de mayo de 1950. Pero desoyendo la sabia parábola de los talentos, no sólo escondimos los recibidos, sino que los lapidamos.
No consiste en que nos declaremos “euroforofos”. Tan sólo seamos, como desde un comienzo se pretendió con el proyecto, eurocríticos. Porque sólo con una constante actitud de búsqueda del bien común, que no deja de ser la búsqueda de nuestro propio bienestar, evitaremos que los ultras se apoderen de los designios de Europa, evitando fantasmas del pasado. Francia, Grecia, Dinamarca, Reino Unido, Italia y España han abierto la veda. Curiosamente, puede que los mismos Estados que nos demostraron en alguna ocasión que siempre había algo más allá de las fronteras conocidas, sean los mismos que caven las nuevas zanjas y trincheras. Pero esta vez no busquemos culpables en refinados aristócratas ni bravucones soldados: Bastará con mirarnos los unos a los otros.
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